Ricitos de oro y los tres ositos

Érase una vez una pequeña niña de dorados cabellos. Tan bonita era su cabellera y tan rubios sus tirabuzones que todos la llamaban Ricitos de Oro. A la pequeña le encantaba jugar en el bosque, pero sus padres siempre la advertían que no se adentrara demasiado en él, pues no se sabía qué peligros podría encontrarse yendo sola. Sin embargo un día, tan entretenida estaba jugando, que no se dio cuenta de que se alejaba más de la cuenta.

Anduvo y anduvo y encontró una pequeña casita. Entró sin llamar a la puerta y encontró la mesa puesta con tres platos de sopa. Ni corta ni perezosa probó del más grande: - ¡Qué caliente está! - A continuación tomó un poco de sopa del plato mediano: - ¡Éste está demasiado frío! - Y después probó el pequeño, y como estaba a su gusto, se lo comió todo.
Después se dirigió hacia las tres sillas que había alrededor de la cálida chimenea, pues se sentía algo soñolienta. Tras sentarse en la más grande, la encontró demasiado dura. La silla mediana le pareció extremadamente blanda para su gusto y cuando se acomodó en la silla más pequeña, le pareció muy confortable.

Pero la silla pequeña no pudo soportar el peso de Ricitos de Oro y con un fuerte sonido se rompió, dejando caer a la pequeña al suelo. Como aún estaba cansada, la niña se dirigió al piso superior de la cabaña y allí encontró una acogedora alcoba con tres camas: - Dormiré aquí una siesta antes de volver a casa - Dijo para sus adentros sin pensar ni por un momento que sus padres podrían estar preocupados por la tardanza.

A Ricitos de oro le encantaron aquellas camitas, cubiertas por confortables edredones. Se acostó primero en la cama más grande, pero era demasiado alta para ella. La segunda cama que probó era la mediana, pero le parecía que estaba muy baja y cerca del suelo y tampoco le gustó. Al tenderse sobre la tercera cama, la más pequeña, se sintió muy a gusto y pronto el sueño la venció, quedándose allí dormida.

Papá Oso, Mamá oso y el pequeño osito habían salido a dar un paseo mientras se enfriaba la comida, y al volver a su cabaña en el bosque, el padre oso exclamó: - ¡Alguien ha probado mi sopa! - ¡Y alguien ha probado también la mía! - Añadió la osa. - ¡Y alguien, - gimió el pequeño oso - ha probado la mía y se la ha comido toda!

Su sorpresa aumentó cuando fueron a sentarse en sus sillas: - ¡Alguien se ha sentado en mi silla! - Dijo papá oso un poco enfadado. - ¡También se ha sentado en la mía! - Mamá osa no estaba muy contenta. - ¡Y además, se ha sentado en la mía y la ha roto! - Exclamó el pequeño osito, esta vez llorando.

- Vamos a dormir y mañana arreglaremos tu silla. - Tranquilizó papá oso al osito. Pero cuando subieron las escaleras, no podían dar crédito a sus ojos: - ¡Alguien ha deshecho mi cama! - Rugió papá oso. - ¡Y alguien se ha metido en la mía también! - Gruñó mamá oso. - ¡Hay alguien que se ha metido en mi camita y sigue durmiendo aquí! - Gritó el osito.
Ricitos de Oro había creído en sueños que la voz de papá oso era un trueno. Cuando habló mamá osa, la pequeña soñó con el agua de una cascada, pero la voz aguda del osito la despertó y al ver a los tres osos delante de ella, se asustó tanto que echó a correr hacia el bosque y no paró hasta llegar a su casa. Desde aquel día, Ricitos de Oro pide permiso antes de entrar en casas ajenas y los tres osos se ríen de ella cada vez que se acuerdan.

Fin



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